Jacques Philipponneau y René Riesel
Constatarlo ahora es trivial: la sociedad-mundo se precipita en sus crisis. Nunca antes en la historia una sociedad había previsto con tanta precisión la agenda de su hundimiento. De la amplitud del calentamiento climático al agotamiento de los recursos naturales, del envenenamiento generalizado del planeta a la certeza de futuros Fukushima, cada mes nos trae el correspondiente paquete de detalles sobre las líneas generales y la sincronización de lo ineluctable. La población ya se había acostumbrado a ello. El Estado y sus supletorios verdes trataban de tranquilizarla, pues esa era su tarea: vendrían días mejores tras un desagradable pero inevitable periodo de adaptación. Los «decrecentistas» apelaban al Estado para imponer las restricciones necesarias y la reeducación pertinente de cara al retorno de tiempos más felices. Todo esto se ha ido al garete en menos de una década.
Nadie había calculado la velocidad de expansión del caos geopolítico ligado a la guerra mundial por el control de los recursos naturales (petróleo, uranio, tierras raras, tierras de cultivo, agua), la somalización que salta del África al Afganistán y, sobre todo la amplitud y la rapidez que la crisis financiera de 2008 apenas ha dejado entrever, de la desintegración social desencadenada por la mundialización de la economía. Sin embargo, para un sistema que intenta gestionar el caos sin más ambición que la preservación de sus intereses todo esto serían minucias, si al mismo tiempo no se desarrollara, a escala planetaria, la conciencia de que la actividad irresistible del complejo económico-industrial no hace sino ahondar en el desastre, y de que no cabe esperar nada del Estado, excrecencia cancerosa donde conviven mezcladas las castas tecnocráticas parasitarias, corruptas o mafiosas, que fríamente se oponen a aparentar modificar esta carrera hacia la destrucción total, por lo que se ven reducidas a su función primaria: la práctica del monopolio de la violencia.
Ya no queda tiempo para las teorizaciones extravagantes de apocalípticos eco-catastrofistas, de irrecuperables extremistas antiautoritarios o de intelectuales reaccionarios recluidos en su torre de marfil. Todas estas cuestiones ya están en la calle, al alcance de todos, y penetran en todas las capas de la sociedad total delicuescente. No hay fuerza capaz de extirparlas y eso es lo que más preocupa al Estado, no la catástrofe galopante que se avecina.
La dominación, que llega al súmmum del concepto en la convergencia fusionadora del Estado, la economía y los medios de comunicación, dedica su artillería pesada a machacar que no hay otra alternativa, que la suerte está echada, que o es adaptarse o morir, que no hay más salida que administrar la catástrofe, y que quienes la provocaron y la cuidan son los más indicados para la tarea. Es como el asesino que alardea de ser el único capacitado para llevar a cabo la autopsia de su víctima. Y no se trata sólo de una metáfora; en el caso preciso de Rémi Fraisse, de 21 años de edad, abatido por un gendarme móvil, al que un gobierno socialista conserva en su puesto celebrando así cien años de traiciones; tampoco lo es en el caso de los 43 estudiantes mejicanos entregados por la policía a los torturadores de los cárteles de la droga, ni en el de los periodistas independientes asesinados en la Rusia de Putin (que cada cual prosiga ad libitum). El personal político comienza a dudar de la perennidad de su estatus, pues sabe que está gobernando encima de un volcán (en esa China que goza de la admiración de todos los encargados de mantener el orden en el mundo, el presupuesto de seguridad interior es superior al presupuesto militar) y que hoy más que nunca le es necesario amordazar, invisibilizar y silenciar cualquier oposición mínimamente seria al orden establecido, es decir, cualquiera que considerase seriamente a dicho personal como innecesario.
El hecho de que las víctimas ante todo sean jóvenes sólo resulta extraño a quienes nunca lo han sido. Esa juventud a la que se la tildaba de integrada en el orden mercantil y en un sobrevivir desmaterializado, adiestrada para venderse al mejor postor, para desprenderse de cualquier actitud solidaria, o para reconocerse en la mónada solitaria de la utopía capitalista, empieza a comprender dialécticamente que nunca tendrá entrada en el festín de la falsa abundancia, que ni tan siquiera habrá festín, y que si lo hubiera sería incomible, algo que la parte irreductible de esa juventud siempre había dicho y sabido. Ahora, toda ella alcanza la lucidez con tal vigor que no falta quien trate de desacreditarla por su «violencia», aunque sus actos sean legítimamente defensivos y en gran medida, simbólicos. ¿En dónde se la quería colocar?
En las luchas denominadas «anti-industriales», dirigidas contra los proyectos excesivamente absurdos de erradicar lo que todavía permanecía a salvo del rodillo de la artificialización de la vida y de las falsas necesidades (algunas zonas naturales que, al menos en parte, lograron quedar al margen de la industrialización), surge un sentimiento compartido de pérdida irreparable, capaz de captar con rapidez una miríada de contestatarios. Aunque la ingenuidad de las inten-
ciones no violentas y participativas de los jóvenes rebeldes en principio haga sonreír, ésta ha tardado poco en disiparse gracias al desprecio de los dirigentes y a la violencia del poder. Dejemos para los versalleses reaccionarios que eructan en estos días llamamientos a la represión, la condescendencia de los acomodados ante las pintas, los rostros cubiertos o las vacilaciones de dicha juventud. Estos son los hechos: aunque aún de forma minoritaria, la juventud se ha segregado de la sociedad. Por más que la escoja o la sufra, no tendrá futuro en ella, y, además, ni quiere tenerlo, ni tiene nada que perder, a no ser la vida, hay que tenerlo presente. Esa parte de la juventud antagonista tiene claro que el Estado sobra, que la economía no va antes que la vida, que la intensidad de las relaciones humanas prima sobre la artificialidad tecnológica, que cualquier jerarquía es detestable por más militante que sea, que las estrellas y los divos mediáticos sobran, que la solidaridad concreta entre todos los que luchan es obligatoria sea cual sea su práctica. Que nadie se llame a engaño: estamos ante el nacimiento de una concepción de la vida radicalmente hostil a la que impone la dominación.
Cuando dos concepciones tan opuestas de la vida se enfrentan, queda patente la ineluctabilidad del conflicto central de los tiempos venideros: el que ha de enfrentar a los fanáticos del apocalipsis programado contra quienes no se resignan a la idea de que la historia humana acabe en una fosa de desperdicios.