Miguel Amorós, Muturreko burutazioak
Argelaga
Como en el caso de Los situacionistas y la anarquía, también publicada por Muturreko hace ya unos años, Miguel Amorós se adentra de nuevo en los laberintos de la historia reciente de la contestación radical. Si en el libro sobre los situacionistas, nuestro autor seguía los trazos, a través de documentos y entrevistas, de todos esos pequeños grupos e individuos que, practicando una militancia generosa y espontánea, prepararon el clima revolucionario previo al mayo de París, ahora, siguiendo la misma motivación, vuelve a la misma época pero en otro lugar tal vez inverosímil: los pasillos sombríos de las universidades en aquella España silenciada del franquismo. Era un reto reconstruir esta historia tan poco conocida y tan desdeñada. Esta es la historia de los ácratas y de uno de sus inspiradores, Agustín García Calvo. La historia de aquellos últimos años de la década de los sesenta en la que algunos estudiantes con pocos medios y lecturas, pero con mucha ira y resolución, lanzaron un desafío a las autoridades universitarias y a la resignación política del país en que vivían. Era el país que empezaba a disfrutar de la afluencia de divisas y de una incipiente industrialización, que asistía al tímido despertar obrero y al nacimiento de la cultura de consumo. Donde se construían las primeras centrales nucleares y la música pop y rock empezaba a calar en la juventud. Todo ello en el marco de una dictadura que intentaba aparecer como risueña pero que no estaba dispuesta a que ningún tipo de oposición escapara a su control
El libro de Amorós incide en esa necesaria exploración del pasado que nos descubra los principales hitos de la rebelión que iluminó una época. Como él lo expresa en las primeras páginas, «el pasado rebelde que no murió y la memoria que puede ayudar a reconocer su presencia».Y define al pequeño movimiento Acracia de 1967-1968 como «la expresión más profunda y más alegre del desencanto y la insatisfacción madrileña de su tiempo […] El “grupo ácrata” fue desmantelado por la represión a finales de 1968, pero en absoluto quedó anulada su herencia para los que se reconocen en el lado pasional de los hechos.»
Visto en retrospectiva, y tal como y lo relata Miguel Amorós, la aparición de los ácratas en Madrid tiene el sabor de la epopeya: aunque su onda expansiva pudiera parecer minúscula, el libro sirve para explicarnos no sólo por qué esas ondas persisten en nuestras conciencias, también por qué deberíamos prestar más atención a su vago influjo. En ese sentido, este libro no es una fácil vindicación de un período o una actitud, más bien, por contraste con nuestra época tan supuestamente rebosante de posibilidades, su lectura nos ayuda a comprender por qué aquellos gestos de genuina rebelión, en un momento tan oscuro, aparecen ahora con ese brillo particular.
Y citamos: «Si en el estado español hubo en algún momento un “mayo del 68”, ese fue el primer trimestre de 1968. La misma cólera, la misma sustancia, el mismo significado. El mismo estupor y desconcierto entre sus enemigos, el franquismo y su oposición, extrañamente concordantes».
Por las páginas del libro van desfilando, en alegre algarabía, los protagonistas casi anónimos de estas revueltas y «pronunciamientos» que, desafiando al franquismo y a sus principales opositores, ponían su mirada en un horizonte de emancipación inadmisible para los paladines del orden y aquellos que se preparaban para tomar su relevo. En ese sentido, los ácratas no podían aspirar a figurar entre las listas de los ilustres prohombres que diseñaron el traspaso del poder en la España de la siguiente década. Al final de su recorrido les esperaba la cárcel, el exilio y el anonimato.
Según Amorós, los ácratas provocaron con sus acciones y sus declaraciones una radicalización ascendente del medio estudiantil, impidiendo la normalización seudodemocrática que los sectores moderados del régimen querían imponer en la universidad. Esto llevaría a la represión de los estudiantes más radicales y al cierre de la Universidad en los años 1969 y 1970. Después de eliminados los elementos disconformes, como los ácratas, la universidad sería poco a poco ganada por los medios de izquierda, reformistas, que preparaban el final del régimen. Desde luego, para los ácratas no se trataba de reformar la universidad, ni siquiera en una orientación de izquierdas, sino de subvertirla y unificar la lucha estudiantil con las de los demás sectores de la sociedad oprimida. De forma semejante a los situacionistas, los enragés y la new left, los ácratas pensaban que la revolución debía salir de la universidad para extender y elevar el conflicto. Durante todo el libro, Amorós nos muestra la relación sutil entre las demandas iracundas de los ácratas y la filosofía disidente de García Calvo, una discusión que se prolonga hasta nuestros días.
El libro de Miguel Amorós es una reconstrucción y un balance. El tema tratado supone ya un posicionamiento porque rescatar esta historia es llamar la atención sobre los caminos perdidos del pasado y las miserias del presente. Narrado con pasión, no sin cierta ironía, este libro nos ayuda a recuperar el hilo de una tradición crítica que hoy nos es muy necesaria.
Como apéndice no estaría de más reproducir el poema que Agustín compuso durante el verano de 1968 para los ácratas presos. Se tituló «Balada de las prisiones»; Chicho Sánchez Ferlosio le puso música para cantarlo junto a Amancio Prada.
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Hoja repartida, sin título ni firma, en la presentación del libro 1968: El año sublime de la Acracia, versando sobre los «ácratas» y el movimiento estudiantil antifranquista, en la librería Bakakai de Granada, el 15 de enero de 2015. Acto que contó con la presencia del autor y con uno de los protagonistas, Antonio Pérez. La hoja explica por vez primera las circunstancias y motivaciones de uno de los hechos capitales de ese año:
La defenestración del Cristo 68 no fue causada por ningún motivo político. Tampoco fue un acto iconoclasta sino una defensa del patrimonio histórico. Queríamos hacer saber al mundo que los crucifijos actuales son todos absolutamente falsos y esto no sólo lo afirmamos los ateos sino que está demostrado por los propios documentos cristianos.
Según éstos, el matarile de esa invención que acabó convirtiéndose en la marca registrada «Jesús alias el Cristo», no fue la cruz de los hodiernos crucifijos industriales sino una cruz immissa o capitata –latina y también protuberante sobre las demás del Gólgota–, que contaba con un sedilus excessus o equuleus –tablón para sentarse– concebido para retrasar que el peso del supliciado desgarrara enseguida las manos claveteadas. A cambio de esta apoyatura, no tenía suppedaneum o tarugo para apoyar los pies, un adorno inventado en el siglo VI por san Gregorio de Tours. Además, autoridades como Plauto, Lactancio, Séneca, Tertuliano y Justus Lipsius son unánimes en que fueron utilizados cuatros clavos, no los tres con que hoy pretenden engañarnos.
En cuanto al icono cruceño en la forma que hoy nos inculcan está científicamente demostrado que comenzó a esbozarse en el siglo VIII y que adoptó una forma parecida a la actual en el siglo XIII. Por lo tanto, el crucifijo es un logo reciente y, desde luego, nada intrínseco al cristianismo. Veamos su evolución histórica.
Es fama popular que una de las primeras insignias o contraseñas utilizada por los cristianos fue un pez –en realidad, un delfín–. Sin embargo, es más cierto que, cuando todavía no estaba fijada la imagen corporativa, los primeros emblemas fueron el áncora y el tridente. Y es todavía más cierto que la primera presentación de la cruz cristiana fue la esvástica o cruz gamada como puede comprobarse sin salir de Roma –ver las catacumbas de santa Generosa y santa Domitila–. Pero la crux gammata revelaba escandalosamente el origen oriental y mesopotámico de la nueva empresa por lo que, llegada la hora de la transnacionalización, la gamada fue sustituida poco a poco por otras cifras parecidas: la cruz decussata, la de san Andrés, la comissa, la griega y también la ansata o egipcia. A pesar del escamoteo de sus propios orígenes que ordenaron los ejecutivos cristianos, el uso de la cruz gamada era tan popular que se mantuvo durante siglos –ver en el museo de Manheim la lápida de Hugdulfus, del siglo VIII–.
La actual cruz latina empieza a llamar la atención de sus agentes comerciales en el siglo III y es Clemente de Alejandría el primero que la entiende como tou Kyriakou semeiou typon o símbolo del señor. Un siglo después, es mencionada con cierta frecuencia pero sigue sin ser única… hasta el emperador Constantino y fusiona todas las cruces anteriores en un nuevo diseño, el «monograma constantiniano», que ya es parecido a la cruz actual.
Pero entiéndase que aún no estamos hablando del crucifijo sino sólo de la cruz. La marca «Jesús crucificado» todavía se demorará en aparecer. Lo hará por primera vez –pero idealizada– en una miniatura del Codex Syriacus (año 586). La representación patibularia e hiperrealista que hoy conocemos comienza en unos mosaicos del siglo VIII con un Cristo vestido; el taparrabos le reemplazará poco después pero el crucificado todavía aparecerá vivo y sin sufrimientos hasta que, en el siglo XIII, se fijará definitivamente el logo tal y como nos alucina en la actualidad.
Conclusión: al defenestrar aquel ídolo posmoderno estábamos denunciando el fraude histórico que representa la ocultación de la primigenia cruz gamada. Simultáneamente, al pulverizar aquel móvil decorativo estábamos devolviendo a la Nada lo que siempre fue nada.
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La intervención del fetiche de la Facultad de Filosofía y Letras (Universidad de Madrid) fue realizada el día 20 de enero de 1968. La acción artística consistió en el descendimiento del crucifijo institucional que se encontraba colgado en una pared del aula 217 y su consecutiva expulsión a través de una ventana cuyo vidrio, al estallar, demostró que algunos entes sobrenaturales no pueden atravesar el cristal «sin romperlo ni mancharlo». El objeto intervenido pesaba 2.347 gramos y estaba integrado por dos tablillas encoladas de viruta comprimida y un amuleto seudo-porno de latón, ambos componentes sin número de serie. Por el escaso peso del ente, no se alcanzó el necesario momentum de fuerza incumpliéndose así uno de los objetivos de la intervención –descalabrar a algún policía–. El gasto energético del lanzador fue de 666 calorías; el gasto empleado por el régimen franquista en las posteriores investigaciones policiales y ceremonias de desagravio, fue de 666 billones de calorías –combustibles fósiles sin incluir–. Por lo tanto, la intervención fue un éxito.