Javier Ávila Navas
Sólo soy libre cuando todos los seres humanos que me rodean, mujeres y hombres, son igualmente libres. Lejos de limitar o negar mi libertad, la libertad de los demás es su condición necesaria y su confirmación. Sólo soy libre en el verdadero sentido de la palabra en virtud de la libertad de los demás, de manera que cuanto mayor es el número de personas libres que me rodean, y cuanto más amplia, profunda y extensa es su libertad, más profunda y amplia será la mía.
Mijail Bakunin
Cuando entras en la cárcel, por muy equivocado u ofuscado que estés, aún eres una persona, un sujeto humano: percibes, piensas, sabes, hablas, haces, vas y vienes, sientes, deseas, quieres… por ti mismo. La finalidad de la máquina total carcelaria es convertirte en un objeto. Chantaje y coacción permanentes, dinámica premio-castigo, violencia estructural, reglamento, rutina… un condicionamiento que está siempre actuando, desde el pasado, en el presente y para el futuro. Uno cree que ha elegido, que actúa voluntariamente, cuando lo que ha hecho –unos antes, otros después– ha sido convertirse en un autómata. Ante un estímulo determinado tú respondes automáticamente con una respuesta dada, como si estuvieras programado. Actúas porque ellos hacen que actúes de esta manera o de esta otra. Consiguen que tu vida no sea tuya, porque se apropian de ella desde que entras, y te marcan cómo tienes que hacerlo todo. Entonces, tú ya no eres tú en tus propias experiencias.
Pensándolo bien, hay cosas que no dejan de ser tuyas nunca. Mentalmente, mi dignidad siempre ha sido mía. A mí me han tenido aplastado contra el suelo y me han estado pegando mientras yo les decía: «A ver, quitadme mi dignidad, hijos de puta ¿Por dónde me la vais a quitar? ¿Por el brazo? ¿Por la boca?». No me la van a quitar nunca. Por mucho que me hagan, cómo me van a quitar mi dignidad, si mi dignidad es ser una persona, es mi corazón, es mi alma. En la amistad, siendo solidario y leal, contrarrestando el miedo, desobedeciendo, intentando la fuga, rebelándome contra las injusticias, en el trato cortante hacia los carceleros… continuamente, estoy expresando mi desacuerdo, mi inconformidad, autoafirmándome y diciendo «mi dignidad es mía».
La máquina carcelaria no permite permanecer neutral: o te sometes o te rebelas. Es un tira y afloja permanente entre su fuerza y la tuya, entre su insistencia en convertirte en una cosa y la tuya en seguir siendo humano. El talego te obliga a reaccionar constantemente, no te deja ni un segundo libre de su condicionamiento operante. Uno puede reaccionar sometiéndose, y todos lo hacen en algún momento, porque tú entras en un sitio, en un módulo, en un talego, y tú, por mucho que asumas una actitud lo más digna posible, ya te pones en situación de dejarte coger las huellas, entregas tus manos para que las entinten y las manejen imprimiendo con ellas, dedo a dedo, las marcas que han de servir para identificarte, y te dejas cachear, llevar y traer… y eso es sumisión, y el más rebelde, el más valiente, el más entero más pronto o más tarde se somete. Quizás se trate de una sumisión aparente, o sea que, de alguna manera, para tu bien, para poder sobrevivir, tú dices «Bueno, voy a dejar que me huellen, voy a dejar que me desnuden, voy a dejar que me cacheen todo y me lo dejen todo tirado… y no voy a decir nada, porque, si no, no voy a poder seguir avanzando».
Y luego, tú mismo tienes que graduar, tienes que saber el grado de sumisión, aunque sea aparente, y el grado de agresividad que habrás de adoptar en cada momento. Cuando yo llegaba a un celular, si querían bronca conmigo, no tenían más que decirme «Ávila, haga flexiones». Yo me negaba y ya estábamos en danza, ellos intentando obligarme por la fuerza y yo resistiéndome como podía. Tú vas a un celular en actitud rebelde, en estado de rebeldía, en estado de rebelión permanente, y cuando llegas, nada más llegar, ya te están partiendo la cara, y te meten en una celda y están encima de ti todo el tiempo. En medio de la monotonía nunca sabes lo que va a pasar y, cuando la monotonía se rompe, no suele ser para nada bueno, incluso cuando, cansado de esperar y temer, eres tú mismo quien la rompe. Entonces, no es que te sometas tú es que te someten ellos.
Pero llega un momento en que tú no puedes estar siempre en tensión, y entonces, aunque expreses tu rebeldía en determinados momentos u oportunidades, el resto del tiempo, para descansar, tú te sometes, cedes terreno, porque no vas a estar siempre en tensión. Yo considero que en esto no existen los rangos, somos personas, somos de carne y hueso, así que llega un momento en que necesitamos respirar, simplemente respirar, y para respirar es necesario coger aire y para coger aire es necesario acabar poniéndote al fondo de la celda porque, si no, sería una permanente tensión que no podría aguantar ningún ser humano. Es cierto que te someten ellos, pero llega un momento en que tú tienes que ceder, relajar la tensión, porque necesitas tranquilizarte un poco, para poder pensar un poquito, porque también se necesita pensar. Aunque te lo quiten todo, un cachito te queda, y, para poder conseguir eso, tú tienes que hacer concesiones, ponerte al final de la celda, poner las manos atrás, no mirarles a la cara… para que se vayan cuanto antes y poder respirar un poco.
De manera que, en último término, te sometes sí o sí, pues, aunque espiritualmente te rebeles y consigas expresar de vez en cuando esa rebeldía en la práctica, materialmente eres sometido, quieras o no, y tu ímpetu, tu ánimo de rebeldía va disminuyendo al correr de los años, más y más. El tira y afloja es permanente, pero tú eres de carne y hueso, necesitas, de vez en cuando, un respiro, mientras que ellos no dejan nunca de tirar de la cuerda, y las aparentes concesiones que te hacen tienen truco, conducen a la pérdida de tu dignidad como ser humano. En la cárcel hay un régimen, un reglamento, un código de conducta obligatorio, y un tratamiento que por medio del premio y el castigo, la progresión o regresión en el régimen gradual, regula las conductas, aprisionando, captando, vinculando las energías del instinto de supervivencia, el deseo y la voluntad de los sometidos a él.
A medida que se progresa en el tratamiento, por mucho que persista un grado elevado de control, digamos, material, el control va siendo cada vez más autocontrol, sumisión, obediencia voluntaria. Y eso es lo que buscan ellos: incidir sobre tu conducta, precisamente, en ese sentido. Eso es lo que se llama una condena, de eso no se puede escapar si no es escapando de la sociedad misma. Da igual que como ser humano hayas quedado estropeado para siempre, si tu comportamiento resulta previsible para la megamáquina explotadora.
Cuando caes en régimen de castigo, en primer grado, primero te privan de todo y luego te van haciendo concesiones, condicionadas, falsas. No, no te dan nada, te quitan de pensar, poco a poco, te quitan de ser tú mismo, te «dan» radio, te dejan tener las suficientes pertenencias como para ordenarlas, de repente te «dan» vis a vis, y así vas entrando en su juego hasta conseguir un segundo, un tercero, un cuarto grado, que es en el que me tienen ahora. Lo que llaman «libertad total» vendría a ser el quinto.
La «progresión» a través de los «grados de tratamiento» se presenta como un proceso de regeneración moral o una serie de pasos hacia la salud mental, cuyo destino ideal sería la «reinserción social», cuando, en realidad, es un avance hacia la servidumbre voluntaria y la degradación del ser humano. Pero eso es para los que se adaptan al «régimen de vida normal», para los que no, existe una bifurcación, de sentido regresivo en vez de «progresivo», que conduce al «Régimen Cerrado» o «Especial», o a fies 1.
El Régimen Especial, denominación que engloba de hecho lo que ahora se llama fies 1, es el núcleo duro de la máquina carcelaria, el nivel más profundo del sistema gradual, donde las privaciones y coacciones de todo tipo llegan al último extremo. Aislamiento casi absoluto, privación sensorial, monotonía estimular, percepción distorsionada, comunicaciones intervenidas, limitación de movimientos, cantidad de prohibiciones y obligaciones impuestas por la fuerza. Mucha gente presa no llega a sufrir directamente ese tratamiento de castigo máximo, pero su existencia es vital para el funcionamiento de la máquina en todo momento, porque es la última amenaza, el infierno, donde nadie quiere ir a parar.
Ese miedo lo genera todo. El sistema gradual es como el juego de las muñecas rusas. A cada una, hacia el interior, está tu sustancia humana más comprimida,recluida en un vacío mayor y en una oscuridad más densa, sometida en mayor grado a una apariencia falsa. El primer grado, el Régimen Especial, el fies es la penúltima muñequita, la última eres tú, con tu alma sometida a esa compresión, a esa oscuridad y ese vacío, llevados a una densidad tal que ya no se distingue nada en ellos ¿Nada? Eso es lo que hay en el interior más interno, el núcleo de todas las muñecas, por brillantes que sean sus colores en la parte de fuera, esa negación absoluta de lo humano. Adaptar voluntariamente tu comportamiento al juego de las apariencias o ir siendo obligado con diversos grados de violencia coercitiva, más elevados cuanto mayor es tu resistencia ¿Pero es posible hacer de lo lleno vacío por compresión? Dentro de lo que parece ya una cosa, que sólo tiene de humana la superficie pintada, está en la mayor concentración posible lo que hace de ti un sujeto, un yo consciente y libre. Y cuidado, porque eso es explosivo.
En esa situación, vivimos en un mundo que nos es total, absolutamente ajeno y que, además, siendo falso e injusto pretende imponérsenos, con medios abrumadores, como verdad social absoluta que tenemos que acatar. Se impone sobre nuestras sensaciones, nuestra percepción, nuestra voluntad por medios materiales abrumadores, de manera que tanto los sentidos como la pluralidad de testimonios individuales de quienes tenemos alrededor, de nuestros iguales, terminan confirmando la objetividad, la autenticidad, la realidad de ese mundo falso y ajeno, y la conveniencia de someternos a él, porque le pertenecemos. En esa situación no se puede confiar en lo que normalmente se llama «sentido común», ya que nos quita la facultad de buscar o construir el sentido de nuestra vida y nos impone el suyo.
Sin embargo, podemos establecer una comunidad de sentido apoyándonos en las experiencias de lucha de un grupo de personas afines con las que coincidimos por nuestra actitud absolutamente rebelde, de negativa a aceptar ese mundo absolutamente ajeno como si fuera el nuestro, o mejor dicho, como si nosotros fuéramos suyos para siempre, sin otra posibilidad. La resistencia individual, a la larga, es suicida. Sólo se puede resistir algún tiempo aliándote al menos con unos cuantos compañeros, para buscar la fuga, para hacer frente a los abusos y a las injusticias.
Nos enfrentamos a la prepotencia, está claro que los más fuertes son ellos. La única forma de que lleguemos a serlo nosotros es que la chispa se convierta en llama, que la rebelión se extienda por las cárceles. Y eso es sumamente difícil de conseguir ¿Por qué no lo logramos nosotros? Para empezar, posibilidades teníamos pocas, dadas las condiciones imperantes dentro de las cárceles. Además, cometimos algunos errores graves. De todos modos, aunque lo hubiéramos hecho todo perfectamente, estaba sumamente difícil lograr algún beneficio concreto. Nuestra lucha era en defensa de nuestra dignidad, casi se puede decir que no podíamos actuar de otra manera si queríamos continuar siendo humanos.
Ante la institución total, totalitaria, ante el ambiente total, la adaptación forzada. No te queda otra que adaptarte o morir. Estás ahí y no hay salida, no hay resquicios. El resquicio que hay es compartir con la buena gente que puedas tener a tu lado, con esos corazones que tienes al lado, con los compañeros, compartir lo que estás sintiendo y cómo lo estás pasando. Por mucho que te prohíban hablar, claro. Con la solidaridad, la amistad, la comunidad se abren resquicios, espacios o dimensiones imposibles de controlar. En el celular vives en un mundo mental, casi espiritual, ya que tu vida física está tan limitada, y así es mucho más fácil construir una mente colectiva, una especie de mente común, con personas con las que lo compartes casi todo, considerando además que en esas condiciones tu ego, tu identidad está casi disuelta y la amistad, el humor, la complicidad y benevolencia de tus compañeros con quienes lo compartes todo, el conjunto de todo eso es tu único refugio.
Y eso, la amistad, tiene mucho que ver con la autoafirmación de tu subjetividad, claro, porque, si tú no te afirmas ahí, no vas a ayudar a nadie, y a lo mejor el amigo es quien te reconoce como tú eres en realidad y quien sabe apreciar en un momento dado lo mejor que tú tienes, y tú lo guardas para él. Quiero decir que tú no te autoafirmas como una persona sensible, como una persona solidaria con un boqueras, pero con tus compañeros sí. Y, precisamente por eso es por lo que los carceleros no son capaces de quitarme mi dignidad; porque, si me quitaran mi dignidad, yo sería un indigno con mis compañeros; pero, si yo sigo sintiendo amor y simpatía y robándoles sonrisas a mis compañeros, es porque, por mucho que quieran los carceleros, no me la van a quitar, yo a ellos no les voy a dar nada.
La comunicación entre nosotros era fluida, las cartas de prisión a prisión circulaban sin cesar. Todos nos escribíamos con todos, simplemente para inyectarnos ánimo y para comentar cómo nos tenían en cada lugar. El ambiente entre compañeros de primer grado era familiar y cálido. Si alguno de nosotros enfermábamos o estábamos deprimidos no nos faltaban las cartas, sobre todo de cárcel a cárcel, donde los compañeros te enviaban tremendos cargamentos de ánimo y fuerza.
Mi concepto de la amistad es un concepto yo creo que similar al de todo el mundo: sí a mí me respetan y me quieren, tenemos cosas en común, yo soy respetuoso y me gusta conservar la amistad, porque es lo único que tenemos en la vida, la relación con los demás. Mis compañeros, eran mis amigos ¿Y qué relación tengo yo con mis amigos? Pues intentaba por todos los medios que ninguno se sintiera triste, dentro de lo que había. Con eso de tener uno un poco de sentido del humor, al que no leía estaba todo el día metiéndome con él para que leyera, al que no hacía gimnasia, me metía también con él. De coña, pero lo hacía de tal manera que nos reíamos todos y la cosa al final daba sus frutos y el compañero se ponía a hacer deporte, o el que no leía se ponía a leer, y esas cosas nos venían bien a todos. Que un compañero aprendiera algo e hiciera algo que le beneficiara nos venía bien a todos, no por egoísmo tampoco, sino por sentido común, porque si todos estábamos con un ánimo positivo, el ambiente y la moral colectiva mejoraban. Si los demás estaban bien tú estabas bien, es como una fórmula maestra de la amistad y el compañerismo.
Yo la vinculación que tenía con mi gente, con mis compañeros y amigos era propiamente por nuestra manera de encarar la cárcel. Todos estábamos persiguiendo el que dejaran de hacer injusticias, entonces, teníamos un vínculo, una alianza, y teníamos muchas cosas en común, y nos coordinábamos en el sentido de que, si yo me comunicaba con algunos de ellos y estaban en otro talego, era para ponernos de acuerdo para hacer algo para encarar la situación, ese era el vínculo que había. Además, en la medida de lo posible, compartíamos las cosas que teníamos, para todos igual, tanto la ropa como el dinero que cobrábamos… Si, de los que estuviéramos en el celular, cobrábamos tres, lo que cobrábamos se dividía en partes iguales, se separaba una parte para el café, si alguno tenía alguna prioridad, como alguna carta certificada o un telegrama, pues también. En los regímenes especiales se compartía todo, absolutamente todo.
En cuanto a la lucha, también lo compartíamos todo. Si, por ejemplo, se proponía un secuestro, todos estábamos ahí, todo se decidía entre todos y todos participábamos en pie de igualdad en la medida de nuestras posibilidades. La comunicación era a través de las ventanas, sobre todo, y por medio de cartas, que nos hacíamos llegar unos a otros como mejor podíamos. Era una comunicación afectuosa, cariñosa, muy familiar, muy cálida. Las comunicaciones que se daban eran sencilla y llanamente para compartir todo lo que nos estaba pasando: que si nos estaban apretando mucho con constantes cacheos o nos estaban jodiendo con los rayos x, o cualquier otro tema. Lo comentábamos a través de las cartas e intentábamos a ver si de alguna manera no dejábamos que nos pisaran tanto.
Y en la acción en defensa de lo que nos une, de la dignidad y la humanidad de todos, que es lo que concretamente compartimos y creamos juntos, nosotros somos los dueños de nuestro miedo, que entonces se convierte en valor, de nuestra empatía, de nuestra solidaridad, de la lealtad que nos une y nos da toda la fuerza que en ese momento tenemos. La dignidad humana depende de una identidad, tú eres digno de esto o aquello porque eres esto o aquello, porque existes como esto o aquello ¿Y en qué consiste ser humano? En ser lo mejor de uno mismo, en no ser una mala persona, intentar que nadie sea injusto, disfrutar de todas la buenas sensaciones que tiene la vida, con los tuyos, por los tuyos y para los tuyos.
Nosotros no éramos bestias, teníamos ética, valores, amor y respeto mutuos, lealtad, dignidad. El problema era que nuestras virtudes nacían y medraban de la guerra, en la guerra y para la guerra. Casi todos éramos como os he contado que éramos mis amigos y yo en la calle, chavales valientes y dispuestos a todo, con una gran energía, pero esa energía estaba trabada, capturada por la heroína, la cual, por otra parte, negativamente, la aumentaba, nos aguijoneaba más todavía con la amenaza constante del mono. Cuando, aunque fuera a la fuerza, nos vimos libres de ese lastre, nuestro impulso llegó a ser difícil de parar.
Lo único que podía hacer el enemigo con nosotros era destruirnos ya que no le ofrecíamos ninguna posibilidad de negociación. Aunque nos expresáramos en lenguaje «democrático» y pasara por eso lo que pasó con la primera apre. Eso fue por ingenuidad política; en realidad, no le ofrecíamos a la sociedad y al Estado ninguna posibilidad de que nuestro comportamiento se volviera previsible, explotable. Solamente lo fue en que determinados rasgos de nuestra manera de conducirnos estaban dominados por la violencia y la rabia. Éstas estaban causadas por la cárcel, de manera que dejándonos dominar por ellas no podíamos ir más allá de la cárcel. Así consiguieron reciclar nuestras energías y hacernos encajar en las etiquetas que según ellos sirven para definir a los seres infrahumanos.
A través de la experiencia de lucha se desarrolló nuestra conciencia. Fuimos teniendo cada vez más claro por qué, contra qué luchábamos, así como nuestros objetivos a corto, medio y largo plazo, y también cómo hacerlo, de qué manera, por qué medios íbamos a intentar alcanzar esos objetivos. Aumentó nuestro conocimiento tanto del enemigo como de nosotros mismos: sobre cuál era nuestra fuerza, por ejemplo, de dónde venía y cómo se manifestaba y desarrollaba. Pero quizá ese conocimiento nunca fue suficiente. En lo que al conocimiento del enemigo se refiere, fuimos demasiado ingenuos, nuestros argumentos fueron casi siempre de justicia democrática y nos dirigíamos a la «opinión pública» sin pararnos a pensar que todo eso era falso, un entramado de ficciones efectivas al servicio de la dominación y la explotación.
Demasiado impulsivos también, porque actuábamos sin reflexionar demasiado sobre las condiciones para ello, la oportunidad de hacer esto o lo otro, nuestros objetivos concretos, las posibilidades de alcanzarlos y los medios para intentarlo. Confiando en la espontaneidad de nuestros iguales a quienes pensábamos bastaba ofrecerles nuestro ejemplo lo mismo que otros nos habían dado el suyo a nosotros. Y, entrando ya de lleno, con esto, en la parte del conocimiento propio, subestimamos la fuerza de la rabia, de la violencia acumulada que nos animaba muchas veces, de manera que se nos fue de las manos demasiado a menudo, volviéndose muchas veces contra otros presos. No se puede lograr la libertad cultivando relaciones de dominación, ni la justicia con ejecuciones sumarias. No es que tardáramos mucho en comprenderlo, pero entonces ya estaba toda la suerte echada y nosotros luchando a la desesperada, todo fue demasiado rápido.
Si la única oportunidad de conseguir algo estaba en que la llama se extendiera, el apre tenía que haber sido no sólo un ejemplo de audacia, sino también de coherencia y dignidad, a seguir por todos los que no quisieran adaptarse a la situación asfixiante que se les imponía en las cárceles españolas. La fuga era la salida individual que penetraba como un estilete en el cerco enemigo, la reivindicación colectiva tal vez podría haber sido el movimiento expansivo que reventara ese cerco. Quizá una de las razones de que eso no pudiera lograrse fue que algunos compañeros se comportaron como kies, volviendo su violencia contra otros presos. Así no podían contagiar su impulso a una cantidad mayor de compañeros, ya que éstos los percibían como potenciales enemigos, en lugar de como compañeros que estaban indicando, con su valentía y dignidad, el rumbo de una posible salida colectiva. Fue en esto donde nuestros errores y la acción traicionera de los «medios de comunicación de masas» se hicieron sentir con más fuerza.
En la segunda mitad de los 80, estaban prácticamente olvidadas las luchas por la amnistía de los años 70 y la copel. Aún a pesar del relativo éxito de la movilización de los preventivos entre el 81 y el 83, cuando, a base de huelgas de hambre, de destinos y otros medios pacíficos en los que participaron miles de presos en todas las cárceles del Estado, se logró la salida, con la «minireforma» otorgada finalmente por los socialistas, de unos 7000 presos. En el 84 ya no quedaba nada de eso, al menos en los penales, donde parecía impensable la menor reivindicación o acción colectiva, ya que todo el mundo prefería buscar la calle por los medios que ofrecía el sistema progresivo. Y, entre los preventivos, todo giraba alrededor del tráfico y consumo de drogas. La solidaridad y la complicidad entre presos brillaban por su ausencia.
Con eso y con los nuevos talegos que se habían ido terminando de edificar a partir de la inauguración de Herrera en el 79, la fuga era bastante más difícil, aunque algunos la intentaban por las bravas. Hubo, de hecho, fugas como la de Antonio Maya Martos «Marce», que el 30 de noviembre del 85 se fue por la puerta de la cárcel de Granada abriéndose paso a tiros, matando a dos picoletos e hiriendo a uno. Otros cuatro presos participaron en la fuga, pero, al no poder salir, se atrincheraron con tres carceleros como rehenes pidiendo un coche para huir, pero no lo consiguieron. Hubo también intentos cada dos por tres; como el de Figueras, el 27 de febrero del 83, donde cuatro presos armados con pistolas se apoderaron de la cárcel y de los carceleros exigiendo un coche en la puerta con el depósito lleno y una cantidad de dinero, para huir, aunque finalmente tuvieron que rendirse; o el de Málaga, el 4 de octubre del mismo año, donde cinco presos armados con cuchillos y una pistola de juguete, secuestraron a ocho boqueras para intentar fugarse y, al no conseguirlo, se amotinaron durante varias horas presentando una tabla reivindicativa. Desde entonces hasta entrados los noventa, hubo muchos acontecimientos del mismo estilo.
También hubo numerosos motines reivindicativos, con rehenes o sin ellos, y bastantes fugas saltando los muros o durante las conducciones. Aunque también episodios algo vergonzosos como los motines o secuestros encaminados simplemente a conseguir droga o las reyertas entre presos. Pero las situaciones de la clase siguiente se convirtieron casi en una cultura: lo primero era intentar la fuga apoderándose, si era necesario, de los guardias y de una parte del espacio carcelario; si no podía lograrse, se aprovechaba para reivindicar. Esto último se convirtió en lo más frecuente a partir de un determinado momento, cuando todos los fuguistas y revoleras estaban ya clasificados en primer grado y sometidos a «Régimen Especial», en talegos de «máxima seguridad», donde la fuga era casi imposible.
Nuestra lucha era en primer lugar contra el artículo 10 de la logp y contra el re, pero, como se puede comprobar consultando las tablas reivindicativas y otros documentos que pueden encontrarse en este libro, no estábamos centrados en nuestro propio ombligo, sino que teníamos una visión de conjunto de las injusticias que se estaban cometiendo en las cárceles y nuestra solidaridad alcanzaba a la mayoría de nuestros compañeros. El impulso inicial era la fuga, la búsqueda individual de la libertad, para mí algo muy comprensible, incluso loable. Después, ante la gran dificultad o imposibilidad de escaparse, venía la lucha colectiva por la justicia, las reivindicaciones, la denuncia del trato inhumano que estábamos sufriendo. En el sentimiento de ser humano está implícito pensar que lo que te da la dignidad de tal lo compartes con todos tus semejantes, de manera que, cuando ves que tu humanidad está siendo atacada, te parece normal dirigirte a los demás para que te ayuden a defenderla, ya que es algo compartido por todos.
Además, el medio para poder hacer todo eso era la unión, la coordinación, la solidaridad, en primer lugar y, luego, la audacia, el coraje, estimulado por el sentimiento de fuerza que da el apoyo mutuo, la confianza y el espíritu de sana emulación propios de la experiencia del compañerismo. Sumados al ingenio y las habilidades desarrolladas individualmente al principio, conservadas y transmitidas después colectivamente, a través de una especie de cultura de la resistencia, en la que también se desarrollan y aumentan por la puesta en común y el diálogo, integradas en el espíritu de lucha que nos unía a todos los que participábamos en las acciones. Las cuales, además, daban salida a nuestra desesperación, a nuestra ansiedad, a nuestra rabia acumuladas, nos permitían canalizar hacia un objetivo elegido por nosotros mismos esas emociones comprimidas que nos consumían, convirtiendo el miedo, en primer y último lugar, en lucidez, en valor, al ponerlo en juego en una lucha por la libertad y la justicia.
El gobierno de entonces, con el que fue nombrado Secretario de Estado para Asuntos Penitenciarios, el despreciable, cruel, sanguinario, astuto, mentiroso e hipócrita Antoni Asunción, en la primera línea, hizo lo que estaba en su mano para acabar con nuestra lucha y cambiar las condiciones que la habían hecho posible, asegurándose de que no volviera a pasar algo parecido. Como ya habían hecho Carlos García Valdés, el pacificador de las prisiones contra el movimiento de los presos sociales de la transición y constructor de la cárcel de exterminio de Herrera de la Mancha, y sus inmediatos sucesores, actuó fundamentalmente en tres frentes.
Primeramente, la «legitimación» de la represión gracias al apoyo de los «medios de comunicación de masas» y de la mayor parte de la abusivamente llamada «sociedad civil» y el casi absoluto silencio del resto. La falsamente llamada «opinión pública»le dio un cheque en blanco para que nos exterminara, con su manipulación constante de todo lo que hacíamos y de sus consecuencias. Sin contrastar absolutamente nada, usando su podrida imaginación, nos pusieron en connivencia con eta; ocultaron las tablas reivindicativas que se presentaban en los motines así como las situaciones que denunciaban; a todos los compañeros luchadores nos acusaban falsamente de violaciones y abusos deshonestos para desacreditarnos, nos calificaban de peligrosos, de asesinos, de psicópatas… llegaron a llamarnos «los Hannibal Lecter españoles»; y para más cachondeo, nos trataban de kies, sinónimo de presos abusones. Nada más lejos de la verdad, ya que ese era uno de los aspectos que la apre estaba erradicando.
En segundo lugar, la represión propiamente dicha por medio del Régimen Especial y de los fies, que no son nada tan nuevo, sino un refinamiento, una tecnificación de lo que ya existía. El Régimen Especial, del que ya os he contado sus características, aunque tiene antecedentes que se remontan a tiempos de Franco y más allá, lo inventó García Valdés, como un instrumento represivo contra la lucha de los presos sociales por la amnistía y el indulto y contra la copel. En principio, fue tan ilegal como los fies, pues se implantó, con el nombre de «Régimen de Observación de Conducta», por medio de una circular, en junio del 78. Se realizó inmediatamente en los celulares de Burgos, Ocaña y el Puerto de Santa María y, posteriormente, también en Herrera de la Mancha. En 1979, se «legalizó» con la regulación del «régimen cerrado» en el artículo 10 de la Ley Orgánica General Penitenciaria, se desarrolló en el Reglamento Penitenciario de 1981 y en su reforma del 84 y, finalmente, otra vez en la ilegalidad, por una circular de junio de 1989, para hacer frente a la oleada de conflictos de la que he hablado.
El fies fue, en un principio, una respuesta a los problemas suscitados por la política de dispersión penitenciaria. El sistema de recogida y circulación de información a través de ficheros informáticos asociados a protocolos de tratamiento y régimen de vida para categorías especiales de reclusos. Desarrollado inicialmente a raíz de la dispersión de los colectivos de presos políticos, se amplió a nuevas categorías y se combinó con el Régimen Especial, reforzado con un conjunto de innovaciones tecnológicas, empezando por el uso de la informática y continuando por las tecnologías de la vigilancia, como la mecanización total de las puertas en los módulos de castigo o el empleo del vídeo. Un instrumento que refinaba todavía más la ya refinada crueldad del régimen especial para controlar y neutralizar a los rebeldes.
Por último, la estrategia gubernamental se valió, una vez más, de la arquitectura carcelaria, una tecnología que merece consideración aparte. En 1991 se elaboró un «Plan de Amortización y Construcción de Centros Penitenciarios» y poco después se constituyó la siep (Sociedad de Infraestructuras y Equipamientos Penitenciarios), para especular con los terrenos de las viejas cárceles que se pensaba cerrar y construir, con ayuda de grandes partidas presupuestarias, al menos veinte «centros tipo», macrocárceles con cabida para más de 1000 presos, que llevan al máximo desarrollo material el régimen modular y el criterio de alejar las cárceles de los núcleos urbanos. Hoy en día, esos planes, varias veces actualizados, se han cumplido de sobra, transformando radicalmente el «mapa penitenciario», y siguen adelante.
La estructura resultante afecta decisivamente a los presos de primer grado, ya que antes había unos pocos centros de «alta seguridad» donde no había más remedio que concentrar a los «presos peligrosos», pero ahora se puede disponer de módulos fies o de Régimen Especial en cada una de las muchas macrocárceles ya construidas, totalmente aislados del resto de la población reclusa y dispersos por todo el territorio estatal. Eso permite la atomización en pequeños grupos de los presos rebeldes. No juntan en un mismo módulo a más de dos o tres chavales, puedes llegar a estar años en un penal donde tienes amigos y nunca les ves, porque el sistema modular convierte las cárceles en algo semejante a panales de abeja, en muchas cárceles dentro de un mismo recinto, con diferentes regímenes. El aislamiento de los presos castigados ha llegado a ser casi absoluto, así que, si abusan de ellos, poco pueden hacer, aparte de denunciar y confiar en que salgan las denuncias.
Con todo eso, la lucha en las cárceles, hoy en día, se ha convertido en una tarea muy difícil. Las medidas de seguridad no paran de incrementarlas con las nuevas tecnologías. La atomización de la población presa es absoluta, les tienen anestesiados con drogas legales e ilegales –ya he hablado de eso en otro capítulo– y privados de relaciones entre ellos. Además, hay un porcentaje altísimo de aceptación de la cárcel. El sistema del palo y la zanahoria, llamado «progresivo», está más vigente que nunca, con una nutrida oferta de «incentivos»: «vis a vis», notas meritorias, más «vis a vis» de «carácter extraordinario», concedidos por «buena conducta»; progresión de primera a segunda fase, dentro del primer grado; progresión a segundo grado, que conllevaría, dependiendo de la situación.