Aturem el Parlament: El regreso del Tribunal de Orden Público

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Argelaga, 21 de marzo de 2015

El Tribunal Supremo, a petición del Parlamento catalán, el Gobierno de la Generalitat y el colectivo españolista Manos Limpias, acaba de condenar a tres años a ocho de los procesados por la protesta pacífica ante el Parlament del 15 de junio de 2011, revocando así el fallo anterior de la Audiencia Nacional. Como era de esperar, la sentencia ha concordado con el sentir mayoritario de la plutocracia catalana, que ha invitado a todos a respetar la decisión del Supremo. Según un tribunal del que cabe cuestionar su imparcialidad puesto que sus miembros son elegidos por las cúpulas de los partidos políticos, la libertad de expresión y de crítica de los electores había colisionado con “valores superiores” como el derecho de los diputados a representar la farsa parlamentaria y aprobar recortes de servicios públicos en nombre de todos los “ciudadanos catalanes”. Los procesados habían incurrido en una “errónea y traumática desjerarquización del derecho de participación política a través de los legítimos representantes en el órgano legislativo”, pero… ¿de verdad eran legítimos? ¿Representaban a algo más que a los intereses espurios de sus partidos? ¿Merecían sufrir esa “traumática desjerarquización” de sus derechos políticos, es decir, merecían que les increparan cuando se dirigían a sus escaños para cercenar con total impunidad los derechos sociales de los demás?

Tendría que resultar trivial decir que nada de lo que se llama “pueblo de Cataluña” o “ciudadanía catalana” existe, faltando las mínimas condiciones de debate público, información imparcial, reunión libre, elección abierta y control popular de la representación, para que esas expresiones no sean otra cosa que entelequias. Ese supuesto “pueblo”, es en realidad una masa domesticada de votantes inferior a la clase gobernante. Princeps est solutus legibus, por consiguiente, no hay “soberanía popular”. Si las instituciones no cumplen con su cometido, no hay pueblo “soberano” capaz de disolverlas. Toda representación en este caso es ilegítima: el Parlament no se representa más que a sí mismo. Ni el día en que los diputados se regodearon con la injusta sentencia, ni cualquier otro día, nos hemos sentido representados por el Parlament. El hecho de que una parte de la población se haya resignado a lo que juzga inevitable y hasta llegue a complacerse en la farsa no legitima dicha institución: las costumbres de los pueblos esclavos forman parte de su servidumbre, no de su libertad. El Parlament y la Generalitat forman parte de un Estado que nunca fue producto de la voluntad soberana de un pueblo, sino fruto de un contrato entre la dictadura franquista y las fuerzas de la oposición, mediante el cual se instauró un nuevo régimen de partidos apoyado en el viejo aparato dictatorial. Si el sistema de representación actual tiene alguna legitimidad, ésta proviene del franquismo. El resultado fue una partitocracia, es decir, un régimen político autoritario con leves apariencias democráticas donde los partidos se abrogan la representación de la voluntad popular a fin de hacer valer sus intereses particulares en el reparto del poder. Los políticos han hecho de la política una profesión, formando una clase parasitaria que vive de la plusvalía social extraída a través de las instituciones, a menudo incumpliendo sus propias leyes. Aunque los cargos sean electivos, en la práctica sus atribuciones no están limitadas: el uso se confunde con el abuso. La legitimidad auto-otorgada gracias a elecciones condicionadas y viciadas no es más que la justificación de ese statu quo político, abusivo y privilegiado.

Lo que los partidos llaman democracia solamente es una forma modernizada de despotismo, hija de una usurpación partidista de la voluntad popular. En los regímenes despóticos la naturaleza de sus instituciones requiere un grado de sumisión elevado, puesto que la arbitrariedad y la corrupción que acompañan al ejercicio de la función política es incontestable. La autoridad que otorgan las elecciones es unidireccional: unos mandan y otros obedecen, eso es todo. Por algo no existe la separación de poderes y los mecanismos de contrapeso de los “representados” al exceso de los “representantes” brilla por su ausencia. Lo acaba de confirmar el Tribunal Supremo: los derechos políticos de la masa no pueden operar como elementos “neutralizantes” de la acción partitocrática. La masa únicamente tiene el derecho de apoyar a los déspotas, no a resistirles. En caso de resistencia, la protesta queda desautorizada, violentamente reprimida y llevada al banquillo. El despotismo no puede prescindir del temor; por eso la policía tiene carta blanca con los contestatarios y la ley cubre su brutalidad y malos tratos. Ningún juez dará curso a una denuncia contra ella, ni aceptará pruebas que la encausen. Cuando impera el despotismo, la justicia es suave y lenta con los de arriba, pero dura y expeditiva con los de abajo.

Consumado el divorcio entre la clase política y la masa insumisa, el curso lógico del despotismo conduce a restaurar un concepto jurídico de la pasada dictadura: el “orden público”. En un régimen autoritario y despótico, cualquier protesta real se convierte en conducta delictiva. Es directamente subversiva, puesto que altera “el normal funcionamiento de las instituciones”, es decir, es un acto que amenaza al orden establecido, poniendo en peligro las prerrogativas y la impunidad de los cargos políticos. La defensa institucional del orden publico es en realidad una defensa de los privilegios de clase; en un contexto despótico como el franquista o el parlamentario actual, dicha defensa se traduce en intolerancia, represión e injusticia. El papel que antaño desempeñara el Tribunal de Orden Público, ahora lo ejerce el Tribunal Supremo. Que ni siquiera éste ande limpio, y que su anterior presidente, Carlos Dívar, dimitiera por verse implicado en un caso de malversación, es algo anecdótico. Lo que realmente repugna es su llamativo enfoque “acerca del rango axiológico de los valores constitucionales en juego”, es decir, su parcialidad manifiesta en favor de los inicuos fueros e indecentes regalías de las franquicias políticas. Pero, en fin, la Justicia no es más que otra arma para los gobiernos despóticos y sus parlamentos, la representación ficticia del pueblo abstracto, contra el pueblo real, los de abajo. Montesquieu, el pensador de la democracia, nos ofrece a este respecto un consuelo: “Los fundamentos del gobierno despótico se corrompen sin cesar, porque éste es corrupto por naturaleza. Los demás gobiernos perecen debido a accidentes particulares que destruyen sus bases; el despótico perece por culpa de su vicio interno, cuando causas accidentales no consiguen impedir que sus bases se pudran.” A ver si el derrumbe llega pronto.

¡No al despotismo! ¡Nulidad de la sentencia!

[CAT]

El retorn del Tribunal d’Ordre Públic

Argelaga, 21 de març de 2015

El Tribunal Suprem, a petició del Parlament català i del Govern de la Generalitat, acaba de condemnar a tres anys vuit dels processats per la protesta pacífica davant el Parlament del 15 de juny de 2011, revocant així la resolució anterior de l’Audiència Nacional. Com era d’esperar, la sentència ha concordat amb el sentir majoritari de la plutocràcia catalana, la qual ha convidat tots a respectar la decisió del Suprem. Segons un tribunal del qual cal qüestionar la seva imparcialitat ja que els seus membres són triats per les cúpules dels partits polítics, la llibertat d’expressió i de crítica dels electors havia col·lisionat amb “valors superiors” com el dret dels diputats a representar la farsa parlamentària i aprovar retallades de serveis públics en nom de tots els “ciutadans catalans”. Els processaments havien incorregut en una “errònia i traumàtica desjerarquització del dret de participació política a través dels legítims representants a l’òrgan legislatiu”, però… de debò eren legítims? Representaven alguna cosa més que els interessos espuris dels seus partits? Mereixien sofrir aquesta “traumàtica desjerarquització” dels seus drets polítics, és a dir, mereixien que els escridassessin quan es dirigien cap als seus escons per retallar amb total impunitat els drets socials dels altres?

Hauria de semblar trivial dir que res del que es diu “poble de Catalunya” o “ciutadania catalana” existeix, faltant-hi les mínimes condicions de debat públic, informació imparcial, reunió lliure, elecció oberta i control popular de la representació, per a que aquestes expressions no siguin una altra cosa que entelèquies. Aquest suposat “poble”, és en realitat una massa domesticada de votants inferior a la classe governant. Princeps est solutus legibus, per tant, no hi ha “sobirania popular”. Si les institucions no compleixen amb la seva comesa, no hi ha cap poble “sobirà” capaç de dissoldre-les. Tota representació en aquest cas és il·legítima: el Parlament no es representa més que a si mateix. Ni el dia què els diputats van delectar-se amb la injusta sentència, ni qualsevol altre dia, ens hem sentit representats pel Parlament. El fet que una part de la població s’hagi resignat al que jutja inevitable i que adhuc arribi a complaure’s en la farsa no legitima gens aquesta institució: els costums dels pobles esclaus formen part de la seva servitud, no de la seva llibertat. El Parlament i la Generalitat formen part d’un Estat que mai va ser producte de la voluntat sobirana d’un poble, sinó fruit d’un contracte entre la dictadura franquista i les forces de l’oposició, mitjançant el qual es va instaurar un nou règim de partits recolzat en el vell aparell dictatorial. Si el sistema de representació actual té alguna legitimitat, aquesta prové del franquisme. El resultat va ésser una partitocràcia, és a dir, un règim polític autoritari amb lleus aparences democràtiques on els partits s´atorguen la representació de la voluntat popular a fi de fer valer els seus interessos particulars en el repartiment del poder. Els polítics han fet de la política una professió, formant una classe parasitària que viu de la plusvàlua social extreta a través de les institucions, sovint incomplint les seves pròpies lleis. Encara que els càrrecs siguin electius, en la pràctica les seves atribucions no estan limitades: l’ús es confon amb l’abús. La legitimitat auto-atorgada gràcies a eleccions condicionades i viciades no és més que la justificació d’aquest statu quo polític, abusiu i privilegiat.

El que els partits denominen democràcia solament és una forma modernitzada de despotisme, filla d’una usurpació partidista de la voluntat popular. En els règims despòtics la naturalesa de les seves institucions requereix un grau de submissió elevat, ja que l’arbitrarietat i la corrupció que acompanyen a l’exercici de la funció política és incontestable. L’autoritat que atorguen les eleccions és unidireccional: uns manen i els altres obeeixen, això és tot. Per alguna cosa no existeix la separació de poders i els mecanismes de contrapès dels “representats” a l’excés dels “representants” brilla per la seva absència. Ho acaba de confirmar el Tribunal Suprem: els drets polítics de la massa no poden operar com a elements “neutralitzants” de l’acció partitocràtica. La massa únicament té el dret de recolzar als dèspotes, no de resistir-los. En cas de resistència, la protesta queda desautoritzada, violentament reprimida i portada a la banqueta. El despotisme no pot prescindir de la por; per això la policia té carta blanca amb els contestataris i la llei cobreix la seva brutalitat i els seus maltractaments. Cap jutge donarà curs a una denúncia contra ella, ni acceptarà proves que l’encausin. Quan impera el despotisme, la justícia és suau i lenta amb els de dalt, però dura i expeditiva amb els de sota.

Consumat el divorci entre la classe política i la massa insubmisa, el curs lògic del despotisme condueix a restaurar un concepte jurídic de la passada dictadura: l’“ordre públic”. En un règim autoritari i despòtic, qualsevol protesta real es converteix en conducta delictiva. És directament subversiva, ja que altera “el normal funcionament de les institucions”, és a dir, és un acte que amenaça l’ordre establert, posant en perill les prerrogatives i la impunitat dels càrrecs polítics. La defensa institucional de l’ordre públic és en realitat una defensa dels privilegis de classe; en un context despòtic com el franquista o el parlamentari actual, aquesta defensa es tradueix en intolerància, repressió i injustícia. El paper que en el passat exercí el Tribunal d’Ordre Públic, ara l´exerceix el Tribunal Suprem. Que ni tan sols aquest estigui net, i que el seu anterior president, Carlos Dívar, dimitís per veure’s implicat en un cas de malversació, és anecdòtic. El que realment repugna és el seu cridaner enfocament “sobre el rang axiològic dels valors constitucionals en joc”, és a dir, la seva parcialitat manifesta en favor dels arbitraris furs i indecents regalies de les franquícies polítiques. Però, al cap i a la fi, la Justícia no és més que una altra arma per als governs despòtics i llurs parlaments, la representació fictícia del poble abstracte, contra el poble real, els de sota. Montesquieu, el pensador de la democràcia, ens ofereix un consol a tot plegat: “Els fonaments del govern despòtic es corrompen sense aturar-se, perquè aquest és corrupte per natura. Els altres governs moren per causa d’accidents particulars que destrueixen les seves bases; el despòtic mor per culpa del seu vici intern, quan causes accidentals no aconsegueixen impedir que les seves bases es podreixin.” A veure si l´enderroc arriba aviat.

No al despotisme! Nul·litat de la sentència!

 

 

4 responses to “Aturem el Parlament: El regreso del Tribunal de Orden Público

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  2. Retroenllaç: ¡TODOS SOMOS EL ENEMIGO! OPERACIÓN PIÑATA | Insurrecto·

  3. Retroenllaç: Operación Piñata: ¡Todos Somos El Enemigo! - Tokata | Boletín de difusión, debate y lucha social | Tokata | Boletín de difusión, debate y lucha social·

  4. Retroenllaç: Operación Piñata: Todos somos o inimigo! x Revista Argelaga | abordaxe·

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